jueves, mayo 19, 2005

Evocación


Gran pagano
se hizo hermano
de una santa cofradía,
y el Jueves Santo salía
llevando un cirio en la mano.
Aquel trueno
vestido de Nazareno.

Antonio Machado

Rara vez recuerdo mis sueños, y en los pocos que recuerdo, rara vez he soñado a mi madre. En cambio pienso mucho en ella. Pero eso si, cuando la sueño siempre está sana, hermosa, jovial, y acaparando la atención de todos. En el espejo de mis recuerdos esa era mi mamá.

Esa era Amalia, Reina de los Ángeles y Emperatriz de los Querubines, que nació en Acámbaro, Guanajuato, le salió su primer diente hasta los tres años y creció en Morelia como una niña mimada, voluntariosa e hiperactiva que se peleaba a trompadas con los niños de la escuela y tenía la desfachatez de ganarles.

Esa era Amalia, Reina de las Fiestas Patrias y Emperatriz de la Belleza, que partía plaza por la Calle Real paseando altiva su juventud y sembrando desconsuelos entre los muchachos de San Nicolás que rondaban por su casa esperando verla salir o asomarse a la ventana para robarle, en un descuido, un segundo de su imagen volátil y atesorarla entre los libros insomnes y las noches en vela.

Esa era Amalia, Reina de los Árboles y Emperatriz de las Flores, que casó con Jesús, el norteño sembrador de viajes y quimeras, acaparador de los anhelos colectivos, que la llevó a los viveros de Chilchota para plantar las sombras de las carreteras de ese Michoacán exuberante donde escupes y nace pasto, y que un día cambió su rumbo hacia los desiertos desolados del norte donde la tierra es dura como piedra y hay que regarla con lágrimas para arrancarle una plantita de algodón. Una vida donde los desencuentros se fueron acumulando y los hijos llegaron para llenar los espacios que dejaban libres las batallas mientras la riqueza se les escapaba por entre los dedos y el camino se les cerró hasta un punto sin retorno.

Y ya me imagino la conmoción que se generó en Morelia cuando Amalia, Reina de los Menesterosos y Emperatriz de los Desheredados, regresó de Ciudad Juárez con diez hijos y diez pesos para mantenerlos, huyendo de un matrimonio desastroso que, por las razones que fuera, no funcionó y que llegaba con el pasado roto y un ángel en el vientre y que algunos de sus hijos terminaron en el Internado de Uruapan donde la bondad misionera del hermano Jorge los sacó adelante por un tiempo y los pequeños nos quedamos en la casa del Tío Ramón y mientras que Amalia, Reina del Palacio de Gobierno y Emperatriz de los Burócratas, salía a trabajar, jugábamos todo el día en los patios y pasillos de la vieja casona de cantera rosada de las calles de la Corregidora donde encontrábamos todo tipo de cachivaches y los convertíamos en juguetes.

En aquella época heroica éramos tan pobres que cambiábamos más de religión que de ropa, porque Amalia, Reina de los Cielos y Emperatriz de la Eternidad, era dueña de una espíritualidad sincrética y sui géneris que se columpiaba entre el fundamentalismo sin misericordia y la herejía de raíces profundas que le permitía casi cualquier cosa y que reborujaba su alma en aquel inmenso lago de contradicciones y claroscuros que la debatía en la encrucijada de un discurso liberal y una esencia conservadora y que, por esa capacidad extraordinaria para enredarse en las filosofías más intrincadas, terminó convencida de que era poseedora de la verdad absoluta, y es que Amalia, Reina del Soliloquio y Emperatriz del Monólogo, pasaba horas y horas conversando con Dios y consigo, y se decía y se contestaba y sacaba conclusiones que se manifestaban en frases excéntricas y llenas de vericuetos enmarañados y abismos insalvables porque Amalia, Reina de la Metáfora y Emperatriz de los Ilusionistas, era capaz de levantar las estructuras más atrevidas sin miedo al derrumbe. Recuerdo admirado cómo me contó la vez en Tijuana cuando un coche sin control se fue contra la vidriera de la tienda donde ella estaba parada y, al darse cuenta, sólo vio que se le “venía encima una catarata de puñales apuntando al corazón”; o cuando me platicó, muerta de la risa, la ocasión en que acompañó a mi tía Guille a Guadalajara a uno de los maratones de la quimioterapia y las regresaron a Morelia en una avioneta desvencijada y crujiente que al llegar se encontró en medio de una tormenta y no pudo descender y estuvieron a la vuelta y vuelta en aquel camión de redilas que se estremecía dando tumbos por los aires y que las tuvo con el aliento en un puño convocando a toda la Corte Celestial... y cuando al fin pudieron aterrizar se percataron de que estaban de nuevo en Guadalajara y las treparon en el autobús de retache. Y como ésa, todas. Y esa manera laberíntica de adornar sus pláticas las volvía interminables, pues en su propensión a envolver en celofán las mil pinceladas de sus historias, pasaba de un tema a otro sin solución de continuidad; por eso, platicar con ella era sentarse a escuchar sin remedio, porque acaparaba la tarde y se eternizaba en mil y mil pormenores a cuál más enrevesado.

Y todos sabíamos que en nuestras casas debía haber siempre un lugar preparado porque Amalia, Reina de los Gitanos y Emperatriz de los Vagabundos, llegaba sin avisar y se quedaba hasta que otra invasión la lanzaba de nuevo por esos caminos de Dios, y así fue hasta los años infaustos cuando Cronos le pasó la factura y Amalia, Reina de la Juventud y Emperatriz de la Fortaleza, no soportó la vejez y se derrumbó. Cuando ya no fue capaz de mantener su independencia, pintó su raya y se acostó a morir, pero su cuerpo, fuerte y hecho en mil batallas, se negó a acompañarla y la fue deteriorando poco a poco metiéndola en una agonía larga, lenta y sin sentido que arrasó con su dignidad y la de todos. Era difícil ayudarla porque quería una cura milagrosa que la levantara de la cama de un día para otro sin ejercicios, sin esfuerzo y sin la disciplina de los medicamentos. Decía que aún no había nacido el médico que la fuera a convertir en drogadicta. Cuando estuvo en mi casa, recuerdo con pena que no supe qué hacer y sólo se me ocurrió tratar de ayudarla dándole cariño y poniéndole reglas que físicamente no era capaz de obedecer y anímicamente no se le daba la gana hacerlo. La senilidad causó estragos en su cordura y perdió contacto con la realidad aunque costaba trabajo darse cuenta porque su memoria se mantenía intacta y su habilidad para la baraja no sufrió menoscabo. Sólo salía de su depresión al rememorar las épocas gloriosas de su juventud cuando la eligieron Reina de las Fiestas Patrias y dejó en el camino a las encopetadas de la elite de Morelia y mi abuela le hizo su vestido descotado, y con los hombros desnudos se presentó imponente a su gran noche triunfal, y fue entonces cuando se le clavó en el alma la idea de que debió llamarse Carlota Amalia, Emperatriz de México, y vivió toda su vida haciéndose querer y haciéndose servir por todos; y cuando los recuerdos ya no le alcanzaban volvía a sumirse en el marasmo de su debilidad y así fue hasta que murió.

Nunca he visitado su tumba. Y es que prefiero la imagen de la Amalia, Reina de los Ángeles y Emperatriz de los Querubines, que nació en Acámbaro, Guanajuato, le salió su primer diente hasta los tres años y creció en Morelia como una niña mimada, voluntariosa e hiperactiva que se peleaba a trompadas con los niños de la escuela y tenía la desfachatez de ganarles.

Cuando escucho la voz de mi memoria, me gusta recordarla sana, hermosa, jovial y acaparando la atención de todos. Vanidosa y altiva. En toda su majestad.

En el espejo de mis recuerdos esa es mi mamá... y la extraño mucho.

Besos y abrazos para todos
chito