Powered by CastpostEs una visita constante. Se deja venir desde la sierra del Tigre y allí, en La Fortuna, se dedica a dar vueltas sobre las huertas y los cañaverales en un ir y venir suave, sin prisas, casi melódico.
La figura majestuosa del volcán preside el paisaje y se refleja imperturbable en la superficie cristalina de la laguna de Zapotlán. Allá, a lo lejos, un rayo de sol se filtra por entre las nubes iluminando una figura caprichosa perdida entre las montañas. “Es la Media Luna” –me informa don Alfonso, el mismo que una vez tuvo que apagar allí un incendio que casi le cuesta la vida. “Desde Zapotlán el Grande se puede ver mejor la forma porque de aquí es tan sólo un cerrito más” –me dice apenado.

Cuando recorremos el caminito de la Herradura, aparece de tanto en tanto sobre nuestras cabezas, siempre apacible, siempre vigilante. Aprovecha con maestría las corrientes ascendentes y, en una reserva magistral de energía, se mantiene en vuelo sin apenas aletear. Desciende en busca de algo y vuelve a subir o se aleja para aparecer de nuevo momentos después. “Son aguilillas” -me dijo una vez don Alfonso. “Estos son sus dominios, siempre han estado aquí”
La Fortuna está en la cola de la sierra del Tigre y eso, dicen los lugareños, le confiere condiciones climáticas especiales. Las aguacateras comparten el paisaje con los cañaverales y no es raro ver por allí algunos papayos llenos de fruta junto a los árboles de guayaba cuajados de aromas mágicos. El paisaje pródigo e imponente invita al recogimiento, a la contemplación y al silencio.

En las tardes, la laguna se transforma en un espejo que lanza contra mis ojos semicerrados toda la luminosidad hiriente del atardecer y, una vez pasado ese momento, se convierte en un espectáculo de sombras y colores caprichosos hasta que la penumbra gana la partida y la laguna se duerme envuelta en un manto negro arrullada por el canto de los grillos
Por las noches la profunda oscuridad es apenas rota por los reflejos lejanos de las luces de Zapotlán. El brillo impresionante de las constelaciones milenarias atestigua indiferente e inmutable nuestra presencia efímera y asombrada.
Cuando amanece, una gruesa placa nebulosa se asienta inamovible
sobre la laguna hasta que los primeros rayos del sol la dispersan difuminando la campiña y haciendo que por unos momentos se desaparezca todo alrededor al quedar envuelto en un rocío volátil que navega envolviéndonos en su nubosidad acariciante y fresca. Cuando se despeja el panorama, los patos y las garzas regresan a poblar la superficie transparente del agua y el día se va inundando de sonidos familiares.
Y entonces vuelve a aparecer el águila. Su vuelo señorial y alerta nos acompaña durante la caminata por la Herradura recordándonos que estamos aquí sólo bajo la autorización especial que nos ha concedido para el día de hoy.
